Tres muchachos y tres muchachas se dirigían a Florida; subieron al micro con sandwiches y gaseosas, mientras soñaban con playas doradas a medida que la niebla y el frío de Nueva York quedaban atrás. En el camino hacia el sur empezaron a notar la presencia de un hombre enjuto. Estaba sentado frente a ellos, vestido con un traje común que le sentaba mal y sin que ninguna expresión le animara su rostro cubierto de polvo. Su edad era incierta.
Era ya entrada la noche cuando el micro se detuvo frente a un restaurante al costado de la ruta, en los alrededores de Washington D.C. Todos los pasajeros bajaron, menos el hombre.
Los jóvenes comenzaron a pensar en él, tratando de imaginar quién sería: acaso se trataba de un capitán de navío retirado, de alguien que huía de su esposa o de un viejo soldado que retornaba a su hogar.
Cuando volvieron al vehículo, una de las muchachas se sentó a su lado y se presentó.
_ Vamos a la Florida_ le dijo con entusiasmo_ He oído decir que es muy hermosa.
_ Lo es_ repuso él en voz baja, como si recordara algo que había tratado de olvidar.
_ ¿Quiere un poco de vino?_ le ofreció ella.
El hombre sonrió, bebió un sorbo, dio las gracias y se recogió nuevamente en el silencio. La chica volvió con sus amigos, y el hombre comenzó a cabecear.
A la mañana siguiente la muchacha se sentó junto al hombre otra vez, y al caba de un rato de conversación, él decidió contarle su historia. Muy serio le dijo que había pasado los últimos cuatro años en una prisión de Nueva York, y que en ese momento regresaba a su hogar.
_ ¿Es usted casado?
_ No lo sé.
_ ¿No lo sabe?
_ Verá usted...Desde la cárcel le escribí a mi esposa y le dije que iba a estar ausente mucho tiempo, que si ella no podía soportar la situación, si los niños insistían en hacerle preguntas, si sufría mucho...en fin, que podría olvidarme. Yo lo comprendería. "Consíguete un nuevo compañero", le dije, "y no pienses más en mí". Ella es una mujer admirable, realmente fuera de lo común. Añadí que no necesitaba escribirme. Y no lo hizo; no recibí una carta suya en tres años y medio.
_ ¿Y va usted a casa ahora sin saber nada de ella?
_ Sí_ repuso con tristeza_ La semana pasada, cuando estuve seguro de que me concederían lbertad condicional, le escribí una carta. Hay un gran roble a la entrada del pueblo donde vivimos. Le dije que si estaba dispuesta a recibirme otra vez, pusiera un pañuelo amarillo en el árbol; entonces yo bajaría del ómnibus e iría a casa. Si ya no me quería, no tenía que poner el pañuelo amarillo y yo seguiría mi camino.
_ ¡Ah!_ exclamó la muchacha.
Fue a contar la historia a sus compañeros y pronto todos rodearon al hombre mientras se acercaba a su pueblo. El les mostró fotos de su esposa y de sus tres hijos. Ella era bella en su sencillez, y los rostros de los niños apenas se distinguían, arrugadas y descoloridas de tanto mostrarlas.
Para entonces se hallaban a 30 km del pueblo, y los jóvenes se acomodaron junto a las ventanillas de la derecha, en espera de ver aparecer el roble.
De pronto el ambiente se puso sombrío, lleno del silencio de la ausencia y los años perdidos. El hombre dejó de observar; su rostro se endureció con la expresión del ex presidiario, como si se dispusiera a afrontar un nuevo desengaño.
Faltaban 15 km para llegar, y luego, sólo 10. De repente todos se levantaron de los asientos, exaltados. Todos, menos el hombre.
Estupefacto, vio entonces el roble. Estaba cubierto de pañuelos amarillos_ 20, 30 o quizá cientos de ellos_ que ondeaban al viento como banderas de bienvenida.
Mientras los muchachos lo felicitaban a gritos, el viejo ex presidiario se levantó del asiento y caminó hacia la puerta del ómnibus para bajar y "volver a su hogar".
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