Autor, Pu Sung- Li (1740)
Vivía en T'ai-yüan un hombre llamado Wang. Cierta mañana paseaba por la calle cuando vio a una mujer que llevaba a cuestas un bulto y parecía tener prisa. Wang apresuró el paso, y al darle alcance vio que era una hermosa muchacha de unos dieciséis años. Muy asombrado, le preguntó a dónde iba tan temprano y sin que nadie la acompañara.
_ Un viajero como usted no puede aliviar mi desdicha -dijo la joven-, ¿por qué se molesta en hacerme preguntas?
_ ¿Cuál es tu desdicha? -dijo Wang-, haré por ti cuanto esté a mi alcance.
_ Mis padres -repuso ella- amaban el dinero y me vendieron como concubina a una familia rica, pero la mujer era muy celosa y me golpeaba e injuriaba día y noche, de modo que he huido.
Wang le preguntó a dónde se dirigía y ella respondió que una fugitiva no tiene morada ni destino.
_ Mi casa no está lejos -dijo él-, ¿aceptarías ser mi huésped?
Ella accedió alegremente y Wang, tomando eÍ bulto, la guió hasta su casa. Al no ver a nadie cuando llegaron, la muchacha preguntó dónde estaba la familia. Wang explicó que el aposento en el cual habían entrado era sólo la biblioteca.
_ ¡Qué sitio tan agradable! -dijo ella- Debo rogarle ya que usted es bondadoso y desea salvar mi vida, que no le diga a nadie que estoy aquí.
Wang prometió guardar el secreto y la muchacha permaneció algunos días en la casa sin que nadie se enterara. Pero Wang terminó por informar a su esposa, la cual, temiendo que la joven perteneciera a alguna familia acomodada, le aconsejó echarla.
Wang se negó rotundamente. Poco tiempo después tropezó en la calle con un sacerdote taoísta que lo miró fijamente y le preguntó con quién se había encontrado.
_ Con nadie _ repuso Wang.
_ ¿Cómo? _ dijo el sacerdote _ Tú estás embrujado, ¿cómo dices que no te has encontrado con nadie? Pero Wang insistió en su respuesta y el sacerdote se fue diciendo:
_ Hay idiotas que no reconocen a la muerte ni cuando la tienen encima.
Esto alarmó a Wang y lo hizo pensar en la muchacha. Pero una joven tan hermosa no podía ser bruja. Al regresar a su casa halló. la puerta de la biblioteca cerrada por dentro. Sintiendo que algo andaba mal, entró escalando la barda para encontrar que también la puerta del salón interior estaba cerrada. Se deslizó con cautela y atisbó por la ventana: un horrible demonio verde, con dientes puntiagudos como una sierra, extendía sobre el lecho una piel humana y la pintaba con un pincel. Luego, tirando éste a un lado, sacudió la piel como si fuese un abrigo y la echó sobre sus hombros; inmediatamente se transformó en la muchacha.
Wang huyó despavorido, el rostro bajo, en busca del sacerdote. Por fin lo halló en el campo y cayó de rodillas ante él implorándole que lo salvara.
_ Tu demonio quiere hallar alguien que lo sustituya _ dijo el sacerdote_ Sin duda está desesperado, no será fácil ahuyentarlo. Además, me resultaría insoportable dañar a un ser viviente.
Entregó a Wang una escobilla como las usadas para matar moscas, indicándole que la colgara de la puerta de su recámara. Ambos se despidieron tras acordar que se verían a la mañana siguiente en el templo de Ch'ing-ti.
_ Sacerdote, no me asustas _ exclamó _ ¿crees que voy a soltar lo que ya tengo en mis manos?
Hizo pedazos la escobilla y, abriendo la puerta de un empellón, fue directamente a la cama, rasgó el pecho de Wang y se marchó con el corazón aún palpitante entre las manos.
La esposa empezó a gritar y el sirviente acudió con una luz, pero Wang ya estaba muerto y presentaba un espectáculo lastimoso.
Su mujer, paralizada de miedo, apenas se atrevía a llorar por temor de hacer ruido. Al día siguiente envió al hermano de Wang a notificar al sacerdote.
_ ¿Fue para esto que te tuve compasión, siendo como eres un demonio? -exclamó indignado el taoísta.
Acto seguido fue a la casa de Wang. La muchacha había desaparecido y nadie sabía dónde podía estar, pero el sacerdote miró en torno y dijo:
_ Por suerte no ha ido lejos.
Preguntó quién vivía en las habitaciones del lado sur: el hermano de Wang las ocupaba con su familia. El sacerdote dijo que allí encontrarían a la muchacha. El hermano, muy asustado, repuso que no lo creía posible, y el sacerdote le preguntó si ningún extraño había llegado a su casa. El hermano había estado en el templo de Ch'ing-ti y no podía saber. Fue a preguntar y tras un rato regresó diciendo que una sirvienta anciana había llegado en busca de trabajo y había sido contratada por su esposa.
_ Ella es _ dijo el sacerdote.
El hermano de Wang agregó que la anciana estaba en la casa en esos momentos, y ambos se dirigieron allí. El sacerdote tomó su espada de madera y, plantándose a la mitad del patio, gritó:
_ ¡Demonio malnacido, devuélveme mi escobilla!
Dentro de la casa, la nueva sirvienta se mostraba cada vez más alarmada; corría de un lado a otro y finalmente trató de huir por la puerta, pero el sacerdote la derribó de un golpe. La piel humana se desprendió dejando al descubierto al demonio, que empezó a revolcarse gruñendo como un cerdo. Cuando el sacerdote lo decapitó con la espada, se convirtió en una densa columna de humo ascendente que el sacerdote introdujo en un frasco. Se oyó un ruido de succión y cuando todo el humo entró en el recipiente, el sacerdote lo cerró cuidadosamente y lo guardó en su faltriquera. Alzó la piel, perfecta en cada detalle, incluyendo cejas, ojos, manos y pies; la enrolló como un pergamino y estaba a punto de marcharse con ella cuando la esposa de Wang lo detuvo para suplicarle resucitar a su marido.
El sacerdote se declaró incapaz de hacerlo, pero la mujer se arrojó a sus pies e imploró su ayuda con grandes lamentos. El sacerdote quedó pensativo unos instantes.
_ Mis poderes no son los que tú crees _ dijo al fin _ No puedo resucitar a los muertos. Pero te daré las señas de alguien que sí tiene ese don y que te ayudará si se lo pides como debe ser.
La esposa de Wang preguntó quién era aquel santo y el sacerdote repuso:
_ Hay en el pueblo un loco que pasa el tiempo revolcándose en la inmundicia. Ve, arrodillate ante él y pídele ayuda. Si te ofende, no muestres señales de enojo.
El hermano de Wang conocía al hombre en cuestión; tras despedirse del sacerdote, fue a buscarlo en compañía de su cuñada. Lo hallaron cerca del camino; estaba tan sucio y apestaba tanto que ya acercarse a él era un sacrificio.
Cuando la esposa de Wang se postró a sus pies, el loco hizo una mueca de burla y exclamó:
_ ¿Me amas, hermosa?
La mujer expuso la razón por la que había venido.
_ Puedes conseguir muchos otros maridos _ dijo el loco sonriendo _ ¿para qué quieres resucitar a ése?
La esposa de Wang insistió en sus súplicas.
_ Qué raro _ dijo el otro _ la gente siempre me anda pidiendo que le resucite muertos. Esos locos me han de creer el rey de las regiones infernales.
Tomó su báculo y dio a la mujer una golpiza que ella soportó sin proferir queja alguna ante una multitud de espectadores que gradualmente aumentaba. El loco, a su vez, acrecentaba la fuerza de sus golpes como espoleado por las voces y las risas. A! cansarse tomó asiento en el suelo y empezó a amasar con sus escupitajos y con la inmundicia que cubría su cuerpo una bola que luego entregó a la mujer ordenándole que la tragara. Mediante un esfuerzo supremo, ella lo logró al fin. El loco entonces se incorporó entre carcajadas, y le gritó:
_ ¡Cuánto me amas! _ y se alejó sin hacerle más caso.
Lo siguieron, suplicantes, hasta un templo, pero allí el hombre desapareció y no pudieron encontrarlo.
Llena de rabia y de vergüenza, la esposa de Wang regresó a su casa y lloró largamente sobre el cadáver de su marido, deplorando lo que había hecho. Luego recordó que debía preparar el cadáver pues ninguno de los sirvientes quería acercarse a él, y se puso a cerrar la espantosa herida que había causado la muerte a Wang. Mientras esto hacía, descansando de vez en vez para llorar un rato a sus anchas, sintió en la garganta un bulto que ascendía. Pronto salió, con un chasquido, de la boca de la mujer, cayendo en la herida del muerto. Era un corazón humano. Empezó a palpitar emitiendo un vapor tibio y humoso y, muy emocionada, la esposa cerró al instante la herida. Pero no tardó en cansarse de sostener los bordes y el vapor escapaba por las ranuras; cortó entonces un trozo de seda y con él envolvió el torso de Wang. Friccionó vigorosamente el cuerpo y después lo arropó con cuidado.
En la noche, apartando las mantas, pudo ver que su esposo respiraba. Al día siguiente Wang vivía de nuevo, aunque el corazón le dolía y su mente se hallaba turbada como si no acabase aún de salir de algún mal sueño. En el sitio de la herida había una cicatriz del tamaño de una moneda, que desapareció poco después.
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